sábado, 18 de junio de 2011

Yo me quiero casar… y usted? - Interpretaciones del matrimonio

Yo me quiero casar… y usted?
Interpretaciones del acto matrimonial

Marcia Rosin

    De donde yo vengo, el matrimonio es un eslabón de la cadena evolutiva del individuo. Un paso esperado año tras año, novio tras novio. Por supuesto, mayormente aguardado por mi madre y sus amigas, listas para solventar los gastos y preparadas para vestir de gala en tan deseada ocasión. Una escena mentalmente montada, para ser vivida como un momento fugaz de llantos emocionados, de comida y baile en horario prolongado y de fotos que serán vistas unas diez veces, hasta ser archivadas en un cajón de la casa. En ese altar de un armario, donde yacen los gigantes álbumes de esos otros momentos especiales, que también habían sido esperados, año tras año.

    De donde yo vengo, contraer matrimonio es una etapa obligada, como si fuese parte de la constitución natural del ser humano: Nacer, educarse, casarse, tener hijos y soñar con que éstos continúen el mismo proceso evolutivo, el mismo legado familiar. Me fue inculcado como un suceso cultural establecido, y obligatorio ante la ley parental. Quizás incluso supuesto como paso fundamental de la vida social, para dejar nuestra marca generacional en el mundo, ¡pues sería casi un atropello pensar en tener hijos y formar una familia sin esta formalidad previa! 

    Supongo hoy, que sin siquiera haberse interrogado sobre su propia vida marital, el matrimonio fue mentalmente constituido como un eslabón de la vida perfecta que nuestros padres habían soñado para nosotros cuando, probablemente, aún no estábamos ni en el vientre materno.

    Así es, que un día, sin muchos más planteos internos, decidí continuar mi mandato “real“. Después de todo, “sí, acepto’’ resonaba en mi cabeza desde que siendo yo muy chica jugaba a vestir y desvestir mis pequeñas muñecas de colección. Ahora había llegado el momento de la verdad, de dar el, por todos esperado “sí“. Mi pareja emocionado ya estaba haciendo la lista de invitados, decidiendo si esa tía que veía una vez cada diez años, pero que tantos llamados telefónicos alegraban a su madre, era necesario sumar a esa hojita que pronto se llenaba de nombres, algunos desconocidos. Yo estaba absorbida en mi fantasiosa imagen de mi cuerpo vestido de color blanco, entrando al altar, con mi padre del brazo. ¡Qué ilógica circunstancia! Aún hoy, ya habiendo dejado en el olvido los tiempos medievales de castillos y coronas,  las hijas seguimos siendo parte de la dote que una familia entrega a otra, de brazo en brazo, en este caso frente a dios. Incluso dejando nuestro apellido paterno por el marital, frente a nuestro país. Me encontraba ahí, detrás de mi novio y su repleta hoja de largos árboles familiares, imaginando a todos allí parados, observando a la novia caminando hacia el altar, para ser regalada del padre al “nuevo hijo de la familia“. El rito cultural del incesto ante las instituciones, con todos nuestros invitados como testigos presenciales.


    Mis ideas deambulaban en lo que considero deben ser las excusas más absurdas y a la vez más lógicas de aceptar el lema concluyente “hasta que la muerte los separe“, supongo los mismos pensamientos que han tenido muchos otros: “Y es que el amor lo vale“, o es que “han sido muchos años de noviazgo“,  “es la etapa que sigue”, “es hora de tener un hijo” o es que simplemente “así es como deben hacerse las cosas“.

    Mis dudas arrinconaban más y más a mi decisión final ya declarada. ¿Qué función lleva implícita el complejo acto del matrimonio? ¿Acaso hace falta firmar, fotografiar y demostrar ante todos el amor de una pareja? ¿O en todo caso, por quién es que uno siente el deber de demostrar su amor contrayendo casamiento? ¿Será a su interior que clama por ese proyecto que soñó toda la vida sin saber a qué refería ese sueño? ¿O a su pareja quien sólo así confiará en que no habrá engaños con la promesa de permanecer en la salud y en la enfermedad? Algunos se casan por deseo de su amado, otros por fortalecer la relación, por responder a una imagen social y a un mandato familiar, por la supuesta ilusión de que el otro será un buen compañero para toda la vida y un increíble padre para los hijos. Algunos se casan porque todos lo hacen algún día. Algunos, simplemente, se casan por amor. ¿O será que el casamiento es una linda excusa para reunir a la familia y a todos aquellos que nos conocen y nos aprecian, algo así, como un asado de domingo generalizado para unos cuantos?

    ¿Qué cambia cuando mi novio ahora es mi marido, cuando además de cédula, documento y  pasaporte, el estado nacional me ofrece una libreta “roja“? ¿Quién habrá designado ese color para estas hojitas que hoy me hace firmar esta tierna señorita que no hace más que hablarme de compromisos para toda la vida? ¿Roja de amor? ¿Roja de pasión? Dejé mi pequeño ramo en las manos de mi hermana, a quien le otorgué previamente el tremendo deber de recordarme que si bien, en esos minutos estaba yo poniendo en cruel sacrificio a mi libertad, éste era el momento con el que inconscientemente suponía siempre había soñado, y mientras me dirigía con una hermosa sonrisa hacia mi pareja a firmar esa esperada, por mi madre, libreta roja, aún seguía meditando sobre lo mismo. Quizás el casarse pueda haber sido pensado, en el pasado, como esos antiguos pactos de sangre, donde, esta marca roja proveniente de nuestros cuerpos, perjura el compromiso y la fraternidad entre los seres. No sería tan absurdo que éste sea el por qué de la elección de color de este insólito nuevo documento para mi colección, después de todo, somos familia los que llevamos la misma sangre. Entonces, juez mediante, aceptando la entrega de esta roja libreta, con mi nombre y el de mi pareja allí inscriptos, ¿pasaríamos nosotros a estar enlazados como hermanos de sangre? Si cuando “doy el sí” mi novio pasa a ser mi hermano, ¿nuestros hijos lo llamarían padre o tío? ¡Qué sentido incestuoso y morboso se le ha ocurrido a mi pensar! ¡Linda forma de escabullirme de mi compromiso familiar y social del matrimonio! Quizás deba encontrar alguna más simple respuesta a mi aún no decidida opinión al respecto.


    Mis pensamientos recientes fluían sin descanso cuando repentinamente me vi parada frente al juez quien, sonrisa mediante, me hacia entrega de mi pacto de hermandad marital. Fue cuando descubrí que la respuesta debería haber llegado mucho más pronto, lapicera en mano y firma garabateada por debajo. Ya no había vuelta atrás. Todos esperaban el beso final y la lluvia de arroz.

    Simplemente, no sé como ocurrió. Si la felicidad me abarcaba hasta despojar mi cuerpo de lo que estaba aconteciendo o si el temor al futuro y al porvenir automatizó los movimientos de mi ser. Mientras guardo los restos de pastel en la heladera, vuelvo a observar esa libreta roja que yace ahora en la mesa.

    Simplemente, no sé como ocurrió. Si es que siempre lo había soñado, si es que quise hacer feliz a mi pareja, si es que debía cumplir con los mandatos inculcados, si es que era parte de estar enamorada.

    En fin, a pesar de todas mis dudas, replanteos e incertidumbres al respecto, hoy declaro, no ante dios ni el juez de paz, que, al menos yo, no he escapado de las garras del monstruo del matrimonio. Y es que en el fondo, debo admitir que me encantaba la loca idea, que preservaba en mi cabeza, de una escena montada, que no fuese más que un momento fugaz de llantos emocionados, de comida y baile en horario prolongado y de fotos que veré, con mi marido, unas diez veces hasta ser archivadas en un cajón de la casa. Y es que me encantaba esa loca imagen, que fantaseaba en mi mente, de mi cuerpo vestido de color blanco entrando al altar con mi padre del brazo. Y es que me he conciliado con esa loca idea, de que el matrimonio es un eslabón de la vida perfecta. Al fin de cuentas, recuerdo aún mis sueños de niña y ese libro en la mesita de luz de mi madre que decía “no seré feliz, pero tengo marido”.


Publicado en Revista Psyche Navegante  http://www.psyche-navegante.com/
Número 98 Agosto 2011
Sección Cultura Dossier: Matrimonios y algo más

sábado, 4 de junio de 2011

Buscando eso que falta - Crisis

Buscando eso que falta
Un escrito catártico

Marcia Rosin

    No sé, si es que esto será lo que todos comúnmente llaman, lo que tantos publican en pequeños libros de autoayuda, lo que mi madre me decía que llegaría: La famosa crisis de los treinta, o solo soy yo que otra vez voy a contramano.

   Ya no sé en cuantas cosas planeé convertirme en los últimos catorce meses. Ya no sé por cuantas profesiones y oficios deambulé. Ya no sé a cuantas vidas diferentes jugué. Ya no sé cuantas cosas intenté, ni cuantas dejé de hacerlo antes de comenzar a probar. Ya no sé cuantos sueños de futuro proyecté.

   De pronto hay bebes en todos mis grupos de amigos. Me hago de un novio que también pronto quiere casarse y tener hijos. Mi hermana ya no critica cada cosa que digo, mis padres ya no critican cada cosa que hago. Como si ahora, con un título de licenciada, mi palabra por fin tuviera un cargo vitalicio en la comisión directiva de la vida. 

   Perdón si no me acostumbro tan fácilmente a lo automático, al ruido molesto y a los tiempos acotados.
    Perdón si aún imagino una vida mejor.


   Tratando de adaptarme a las realidades sin abandonar mis ideales sigo construyendo, a veces sin saber con que rumbos inciertos, pero al parecer, dicen, voy echando raíces. 

   Como dice la cantante preferida de mi padre, y es que ´´cambia, todo cambia``. Ahora que mi cuerpo esta más cansado, lo cotidiano de salir de gira a las dos de la mañana para volver ya con el sol por arriba nuestro es una osadía que sucede sólo de a ratos. Lo habitual de una borrachera me aniquila las ganas de un poco más.

   De a ratos trabajé en turismo, fui animadora de chicos, mostré departamentos, trabajé con mayores, jugué con niños, quise estudiar fotografía, coaching, vender, volver a bailar, hacer teatro, monté una feria, ideé como ser psicóloga, soñé con publicar mis escritos, quise pintar cuadros, disfruté seleccionando gente para trabajos, imaginé un hotel  propio, tuve migraña y dejé de tenerla. Quizás debería haber sido una lista de los planes que tenía en mente lo que le diera al neurólogo para que entendiera sus causas. 


   Me harté. Y, como siempre, armé un bolso y me escapé un rato. Claramente empecé terapia.  Y es que sigo buscando, sabiendo que por alguno de todos mis caminos cumpliré ese sueño en el que creía en la posibilidad de encontrar ese lugar para mí. Ese sitio que salí a descubrir por el mundo, pateando de país a país.


   Perdón si aún sueño con el reflejo de la rojiza montaña a cada despertar.
   Perdón si aún me abruma una vida de nueve a dieciocho. 


   Y sí, aún grito mi deseo de vivir en el lugar que otros pagan para vacacionar,  porque no me entusiasma un viaje pegoteándome con la masa aplastante en los medios de transporte.

Abrumada por esta necesidad de crecer a pura expectativa, casi sintiendo que mi ideología me desprecia, que no pertenezco a este paradigma, sigo buscando. El nuevo capítulo trata de una búsqueda interna que se hace interminable hasta lo insufrible. 

   Mi vida casi asemejada a una ruta boliviana: La idea clara de que ´´caminante no hay camino``, pero no me vendría mal una señal.  ¿O será que desorbitada y confundida no he logrado distinguirla? 

   Será que éste paso hacia los treinta está arrinconando a la adolescencia que proclamaba victoria no queriéndose ir y me ha tomado tan de sorpresa que no encuentro el botón de adaptación dentro de mi sistema. 

   Perdón. Es que aún me levanto llorando por las mañanas con esta desesperación de que el día va a avanzar y yo no se como ocupar mis horas. Esa encrucijada entre producir un futuro de anhelos o simplemente, automatizada, hacer lo que debo.
  Perdón. Es que aún mantengo en mis pensamientos, ahora un poco silenciosos, esos recuerdos de un pasado más simple, lleno de caminos alternos.


   Y es que jode ese no sé qué en el pecho. Esa  impotencia de saber que hay algo que no encuentro. Esa desesperación que de a ratos me da ganas de no vivir más y como píldora, refresco mi mente pensando en una opción más liviana: La de escapar, la de salir, la de vivir un otro sueño, mi otro sueño. Ese  impulso de seguir buscando que se hace eterno. 

   Llegué a considerarlo como una etapa de transición, quizás alguna fase de culminación de la adolescencia que no recuerdo haber estudiado; una forma de conquistar la vida de a sorbitos, como si prefiriese permanecer aquí, no queriendo cruzar ese portón a la adultez.
    

   Ya ni me basta una hora de terapia para decir todo lo que pasa por mi mente y sale por mi boca, quizás por eso este papel en mis manos se ha convertido en un económico profesional sin consultorio privado.

   Y es que está claro que de a ratos me pierdo: Planifico, ordeno, rectifico, desarmo y vuelvo a planificar.  

   Es que mi ideal es absolutamente corrupto: Seré una reconocida bailarina; una renombrada psicóloga en mi país; mis fotos deambularan por los continentes; mis libros serán una hermosa inspiración; los políticos tomarán nuevas y mejores medidas de apoyo social tras mi trabajo en la comunidad. Descubriré la cura de la esquizofrenia o del autismo, casi sin querer la vacuna de alguna mortal enfermedad o la fórmula de una economía sin dinero. Sobre mi ideología se formará el lema de aquellos que proclaman el fin de las disputas mundiales. Esa niña me llenará con su abrazo tras escuchar las palabras correctas; esos padres estrecharan mi mano; mi hombre me estará siempre esperando.  

   Tengo increíbles momentos imaginarios de grandeza y choco con mi imagen tan pequeña recorriendo sin ganas la enorme ciudad.