jueves, 26 de mayo de 2011

Memorias de un almacén - Las épocas de la niñez

Memorias de un almacén
Una especie en extinción

Marcia Rosin

Era costumbre pasar por su almacén de regreso de la escuela. Justo en la esquina, frente a mi casa.
Miguel Ángel siempre sonreía mientras ponía el salchichón primavera en la cortadora de fiambres, para ofrecerme lo que era mi cotidiana merienda.
No faltaban las panzadas de picadas que nos preparábamos con mis compañeros. Claro, “paga mamá” era la frase más utilizada. La cuenta corriente del almacén era un gasto fijo sumado a los impuestos de mis padres, una gracia de los tiempos lejanos y las épocas olvidadas por la sociedad actual y, claro, un placer para mis antojos.
Aun recuerdo la bolsa gigante de chizitos por unos pocos pesos, las galletitas en sus grandes latas cuadradas, los alfajorcitos de azúcar impalpable y el infaltable papelito con la cuenta hecha a mano.
Hace poco más de un año, sorprendidos y emocionados, guardamos con mi novio en la billetera uno similar que nos entregó un ya anciano almacenero en algún pueblo de Buenos Aires.
Qué ocurrencias las de mi memoria! Tengo presente el viejo almacén y ese obsequio de números casi garabateados que aún conservamos como tesoro, sin tener noción siquiera del nombre del pueblo donde nos hallábamos. Había sido casi como un viaje subreal al pasado, a la infancia, al olor de abuelas cocinando.
Todo casi por un simple papel.
Esos mismos papelitos juntados que me entregaba Miguel Ángel cuando mi mamá, dándome plata, me pedía que fuera a pagar la cuenta del almacén.
Todos pasábamos de compras día a día por allí. Supongo que hasta mi mamá se despreocupaba con que podríamos almorzar sus hijos estando él ahí presente.
Nos conocía desde siempre, sabía nuestros nombres, nuestra historia y hasta en que líos nos habíamos metidos últimamente.
Casi un tío del barrio.
No era un gran local, como esos que ahora venden una escoba a la izquierda de la leche y a la derecha de los cuadernos escolares. No había góndolas, ni repositores. Nunca había escuchado yo de la canasta familiar, de los productos importados, ni que podría saber del marketing empresarial, de la compra barata de productos en Indonesia, de la mayor calidad traída desde Japón. En sus blancas estanterías Miguel Ángel tenia esos infaltables de la heladera y de la despensa del hogar, quizás un poquito más.
Eran épocas donde comprar algún bocadito o darse de gusto una gaseosa no hacían doler el bolsillo o pensar en la crisis de la economía mundial.
Él desde ahí, parado detrás de la heladera de fiambres y lácteos, charlaba divertidamente con cada vecino del barrio. Seguramente conocería los enigmas y secretos oscuros de todos los que por allí pasábamos.
Recuerdo a sus hijos y también como él cuidaba de los hijos de los otros, o sea, de nosotros.
Siempre que pienso en él, viene a mi mente, el día en que desorbitada me vi frente a la gran heladera y el abría un paquete de azúcar y me invitaba a saborear algunas cucharadas. Me acompañó luego a mi casa y no se fue hasta poder explicarle a mi mamá y dejarme en manos que me ayudaran. Y es que en el tiempo en que le pedía una Coca-Cola grande caí desmayada y desvanecida entre medio de la heladera de fiambres y la de bebidas.
Un día, me contaron mis padres, que se marchaba. Creo que él y toda su familia se fueron a Brasil. Vendía el local o lo alquilaba, no lo se, aún yo era chica.
Habían llegado los tiempos de las grandes cadenas de supermercados, pronto superadas por los mercados chinos. Los almacenes de barrio se convirtieron en una especie en extinción. Hoy existe allí, junto a una casa que estaba a su lado, una alta torre de departamentos.
Fue el final de la técnica de mi madre de cómo salir del apuro con una cena improvisada.
Fue el adiós, casi sin darnos cuenta, de los fiados, las galletitas embolsadas y de Miguel Ángel; un amigo del barrio.

Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

Publicado en Revista Psyche Navegante  http://www.psyche-navegante.com/
Número 98 Agosto 2011
Sección Dossier: Personajes de barrio

lunes, 23 de mayo de 2011

Caminante

Marcia Rosin


Caminas solo, con un deseo oculto.
Y no hay nadie a quien tomar de la mano.
No hay lugar donde gritar, donde esconderse.
Solo existen calles vacías, lugares desiertos, 
sónidos sordos y palabras sin eco.
Miras a un lado y al otro  
y las veredas son laberintos a la nada, al mismo infierno.
Y no crees en tu consciencia,  
ni en un paraíso hermoso donde morir,
Eilat Israel
ni en un ser que te salve.
Solo existe un pequeño sonido, 
más mudo que el resto que ya no escuchas
Un latido de corazón, 
que es más potente que tus fuerzas.
Tu miedo a no poder seguir viviendo.
Te enderezas.
Te aferras a la vida e intentas gritar, 
despertar a un mundo que no te oirá.
Sigues caminando, 
tropezándote con el aire.
Hasta detenerte en otro lugar idéntico.
Algo te suspende en el tiempo,
Algo que ni siquiera tiene sentido…

El vértice de lo normal

Marcia Rosin

Sentado solo bajo la sombra perdida de un árbol tan lejano como tu consciencia. Una lagrima rodeando tu sonrisa de inocente y en el juego de tus manos una flor escapaba de tus dedos.
Locura, resonó entre las voces, temerosa locura.
 ¿Hasta qué limite tu mirada era peligrosa?
¿Desde cuándo loco es el que respira hondo en cada brisa helada o detiene en sus manos el fuego del sol?
¿Qué mente traicionara persigue una ola o atrapa una estrella?
¿Cómo se definió loco al que sonríe sin motivo y cuerdo al que se burla de los muertos?
Querían encerrarte, mas dentro de lo que ya estabas, privarle al mundo tu simple discurrir de mostrar en la incoherencia de tus palabras la libertad de tus pensamientos. Y, sin embargo, tan rectos los otros, encadenados de sus frases, prisioneros de sus gritos acallados.
Yo permanecía solo a unos pasos de tu cuerpo y sin embargo tan lejos de tus sentimientos, de tu alegría con la vida que a mi me resultaba tan solitaria. Casi mejor solo en tu mundo propio que rodeado de todo este delirio que acompaña nuestra cobardía diaria.
Lentamente me fui acercando a tocar la piedra que señalaba tu mirada y sin levantarla del punto fijo que observabas murmuraste algún sonido que no llegué a entender.
Muy despacio y distraídamente me acomodé a tu lado y arrojé la pesadez de mi cabeza sobre el pasto húmedo.
La noche se acercaba y el sueño iba apoderándose de ambos.
De pronto, como empujada hacia nuestro sitio, la luz de la luna cayó sobre nosotros y me aplastó a una realidad aún desconocida. Permanecimos inmóviles, sólo observando nuestro alrededor, aunque se que entre las sombras que nos rodeaban no buscábamos lo mismo. Jamás podría saber en que pensabas, que imágenes insólitas para esta sociedad traspasaban tu mente. Sólo yo sabía que era esa la última noche que pasaríamos en tu bosque de locura. La oscuridad de la noche se hizo corta, la oscuridad del encierro prematuro e incontrolable fue eterna.
Quedaste allí encarcelado en una jaula de consciencia impuesta, por vos tan indeseable. Creyeron que querrías ser quienes ellos querían que fueras, otro como yo, disfrazado, corregido. Mas tu fuerza fue mayor, y tu esperanza el impulso de mi rebeldía.  
¿Acaso dónde se halla oculta la locura? En tu mente de fantasías y realidades imaginarias o en este mundo de transito atemorizado.
Solo, solo sentado bajo la sombra de un árbol blanco que dibujas con tu mirada en la pared, aún tan lejano como tu consciencia. Una lágrima rodeando tu sonrisa de inocente y en el juego de tus manos, que ahora intentan escapar, tus sogas gritan de dolor.
Ya no había brisa, ya no había flor. Pero aún, acorazado tu cuerpo, tu alma seguía libre. Tu alma aún se encuentra recostada bajo el árbol, sin miedos, aún persigue la ola, aún atrapa la estrella, aún besa la luna, aún baila y se ríe burlona de la locura de afuera, de los que caminan sin paso, de los que hablan sin voz.
Sentada sola bajo la sombra perdida de un árbol tan lejano como mi consciencia. Una lágrima rodea mi sonrisa de inocente y en el juego de mis manos… una flor se escapa de mis dedos.

Luciérnaga

Marcia Rosin

Aún te sigo buscando en las mañanas.
Aún te sigo perdiendo entre los sueños de la noche.
Tu caminabas solo, buscando alguien que te amarrara.
Mi soledad me acompañaba de lo que siempre estaba rodeada.
Las palabras resonaban en las rejas de lo irreconocible, en los tejados de lo invisible.
Tu magia intocable, tu luz radiante, despertando mi intriga, arrinconando la tuya.
Y descubrí bajo el fuego de tu mirada un inocente camino.
Olvidé mis palabras ya entrelazadas.
Lastimé a otros que , como yo, aún aman; que al igual que mi vida, aún sangran.
Estrellas enloquecidas, mareas alcoholizadas de arena sabor a nada, de ocasos sin historias, de gente acorralada, de sorpresas hechas llanto.
Te posaste como luciérnaga sobre mis hombros y en tu desvío quedé sujeta al último hilo de tus pisadas.
Creí que el adiós era final y  aunque te encontré no me equivocaba.
Fui a tu encuentro tan absurdo y me vi rodeada entre tus brazos. Te lloré mi muerte. Te esperé en el amanecer de mi llanto. Me sentía tan llena, tanta esperanza robada que brotaba de mis palabras por última vez. Tanto delirio que entregabas, tanta ridiculez desenterrada. Libros entremezclados de furia y pasión sobreviviente, de páginas que se llenaron de adioses descontrolados, de besos sofocantes, de pérdidas en el humo de tu ausencia.
Pero debo admitir que aún te sigo buscando en las mañanas.
Y es que hay días en los que te arranco de mi pecho apuñalado.
Y es que hay noches en las que, aún, duermes a mi lado. 

Metamorfosis



Marcia Rosin
  
    No fue hace mucho. Yo cruzaba apurada al mercado frente a la plaza. Era tarde y no quería que me cerrara. Me lo tope casi sin querer, justo ahí en la puerta del nuevo local del barrio. Ese que vende todo por dos pesos. Pero claro, él ni me miró.
    Caminaba con la cabeza escondida en la oscuridad de la noche, no por pena , ni por vergüenza, solo por el hecho inevitable de no tener nada mejor que hacer, nada en que pensar. Acompañado de su resaca y un cigarrillo transitaba las veredas frías y desoladas, camino a su casa.  No llevaba abrigo a pesar de la intensa helada que acaparaba para esos tiempos a la ciudad; seguramente habría sido más cómodo salir con lo puesto que levantar una campera del montón de ropa sucia tirado en la cocina.
    A metros de su puerta un niño estremecía con un llanto desconsolado. No me   llamó realmente la atención que sin siquiera levantar la vista él continuara su denso paso. Tiró su cigarrillo a un cantero cercano y junto con él, el pequeño momento de alegría a su lado. Un perro solitario, algo viejo, algo cansado, dormitaba delante de su entrada y, sin premeditarlo, de una intensa patada desplomó de su sueño al pobre animal, quien, sin gesto alguno, se acomodó en la entrada próxima. Observó descuidadamente las rasgaduras en la puerta, quizás recordando las tantas veces que, sin preocupación, había olvidado sus llaves y tumbado la puerta para poder entrar.
    Supongo que una vez adentro, esquivó los restos de basura y percibió el inevitable aroma de la suciedad en la casa. Recogió las sobras de un huevo revuelto que había comido unos días atrás y se desplomó sobre los restos de un sillón, descubriendo que no había nada más interesante en su vida que mirar aquel horrendo techo que lo encarcelaba del exterior.  
    Permaneció allí, con sueño, pero sin poder dormir, junto al regocijo de su estómago por el poco alimento podrido que se le otorgaba después de tanto tiempo y sobre sus hombros el descanso de unas escasas horas. Descubrió en su mente, al igual que tantas veces, el recuerdo de la golpiza a su mujer hacia dos meses atrás y el placer que había sentido al descubrir que, esta vez, ella se marchaba. Aún gozaba con la imagen del rostro hinchado y el cuerpo marcado arrastrándose hacia la puerta. Aún percibía la calma de su casa en su ausencia durante los primeros días.
    Su experiencia en su paso andante por la vida le había demostrado que nada valía tanto la pena, ni aún siquiera permtir la libertad de su imaginación, Es así, que cuando el sueño, entremezclado de aburrimiento, penetró un poco más en sus ideas, se levantó. Ya con dificultad, tomó una botella de un whisky barato y partió hacia la calle, sin rumbo, nuevamente.
    Su penoso andar cargaba sus solitarias aventuras, sus deseos frustrados. La amargura en su mirada, la lástima en sus manos.
    Algo mareado, descubrió el bar de la esquina. Ese a pocas cuadras de la plaza, con sus ventanas grandes de madera y sus mesas color verde. Casi el único en el barrio que atiende por la noche. De un manotazo violento abrió la puerta y se acomodó en una de las mesas.  Pidió un vino tinto mientras tiraba, intencionalmente, la bandeja del mozo al suelo y sin risa alguna, pero feliz, observaba al desdichado recoger los restos de los vasos hechos trizas. Se sintió indefenso de su propia voz al pedir la bebida; hacia días que no hablaba con nadie. El mesero desorientado percibió, en cambio, escondido en la firmeza de sus palabras, lo oscuro de un rencor por él desconocido. El bar estaba desierto y él se sentía a gusto de no tener que escuchar voces molestas atormentando su embriaguez.
    Sacó del bolsillo el atado de cigarrillos algo destrozados. Aproximó uno a su boca y casi automatizado estuvo por encenderlo, pensando en cuanto la gente se acostumbra tanto a las cosas que los hechos cotidianos se realizan sin intención y espontáneamente. Lo sostuvo entre sus dedos, lo miró, lo observó detalladamente, lo desmintió, lo desnudó. Percibió, como si fuera la primera vez, su aroma. Sintió el tabaco desparramarse en su palma e intentó encontrar en su conciencia que yacía en el alcohol, que de todo ese montón de sustancia en su mano le gustaba aún más. Y sin mucha espera sacó otro de la cajetilla, esta vez para encenderlo intentando un goce de luz a su propia alma.  Dio una larga y seca pitada y disfrutó la nicotina en su interior. Volvió a observar el cigarrillo, esta vez encendido. Permaneció sumergido en ese encuentro silencioso hasta ser consumido por el tiempo.  
   
    De pronto se sintió liviano, frágil, distinto, pero tan igual a otros, a decir verdad, tan idéntico a lo que él era. La oscuridad impedía su razonamiento. Se sentía apretujado, otra vez encarcelado. No comprendía realmente los sucesos, creía que era a causa de su borrachera, o quizás un insólito viaje producto de haberse fumado sus sueños. Quizás por fin estaba muerto. Quizás era sólo otra desfachatez de su mente, jugando trampas nuevamente con él. Una luz proyectó la realidad. Alguien lo tomó por su cabeza y descubrió bajo sus pies un gran paquete de puchos. Sintió como si lo besaran, como un escarbadientes que dormita en una boca ajena.
    El mesero prendió entonces el cigarrillo que había descubierto en el atado olvidado en la mesa, la mejor propina para aquel hombre cansado. Sin importarle realmente ese antipático último cliente, quien se había fugado sin pagar y sin el siquiera notar su ausencia, caminó hacia la puerta con el cigarrillo en mano, contemplándolo, como platicando con él. Como si esa máquina de humo arañara la felicidad de introducirse en su cuerpo, quizás matarlo un poco bajo la lluvia que comenzaba a sucederse en el cielo de la ciudad. Escuchó, entre el goteo del agua, la tos del mesero y chispó inocentemente de alegría, encendiéndose y traicioneramente quemando su propio papel. Agradeció la oportunidad de volver a lastimar a un desdichado más de la sociedad, sabiendo que él mismo era uno de esos tantos y que, a pesar de sus cambios, su soledad seguía acorralada al igual que sus pensamientos ensombrecidos y su vida indiferente.
    Se fue desvaneciendo por entre los sueños de un trabajador como nosotros, en un simple bar como cualquiera, en una vacía ciudad como tantas. Se fue consumiendo su impotencia, su guerra con la eternidad, arrojado a las aguas de una acequia ya inundada, sepultado en la oscuridad de su propia vida.

Postales de ciudad

Marcia Rosin

Imágenes de ciudad como postales por mis pupilas.
Cúmulos de gente caminando por la senda peatonal.
Los miro, los observo casi inherente a éste circo magestuoso de luces y de ruidos.
Durante tiempos y tiempos solo oí decir a mi alrededor de seres que prefieren deslomar su cuerpo hoy en un trabajo, aunque gratificante, no felizmente aceptado por ellos mismos. Envueltos en quejas tan coherentes que agobian.
Todos a la espera de un final de vida reposado.
Una nueva forma de conquistar la vida; solo transitarla.
Sin huellas, sin marcas.
Un día y después otro. Casi repetido; casi idéntico, casi igual.
Copiar y pegar; de eso parece formarse la rutina de la ciudad.
Siempre a la espera de una sorpresa, incluso de un desastroso acontecer.
Algo que sacuda la quietud y la espera.
¿Pero a que aguarda cada uno de estos seres autómatas y momificados?
 ¿Que culmine una etapa? ¿Otra anécdota que relatar? ¿Una magia por despertarse?
Como postales por mis pupilas enloquecen autos que se enredan, golpes de paredes que ensordecen, gritos de vereda, faltas.
Deseos que aguardan, ¿o se guardan?
Consignar para mañana: La nueva forma de conquistar la vida o, quizás, la misma de siempre.

 Tucuman Argentina