lunes, 23 de mayo de 2011

Metamorfosis



Marcia Rosin
  
    No fue hace mucho. Yo cruzaba apurada al mercado frente a la plaza. Era tarde y no quería que me cerrara. Me lo tope casi sin querer, justo ahí en la puerta del nuevo local del barrio. Ese que vende todo por dos pesos. Pero claro, él ni me miró.
    Caminaba con la cabeza escondida en la oscuridad de la noche, no por pena , ni por vergüenza, solo por el hecho inevitable de no tener nada mejor que hacer, nada en que pensar. Acompañado de su resaca y un cigarrillo transitaba las veredas frías y desoladas, camino a su casa.  No llevaba abrigo a pesar de la intensa helada que acaparaba para esos tiempos a la ciudad; seguramente habría sido más cómodo salir con lo puesto que levantar una campera del montón de ropa sucia tirado en la cocina.
    A metros de su puerta un niño estremecía con un llanto desconsolado. No me   llamó realmente la atención que sin siquiera levantar la vista él continuara su denso paso. Tiró su cigarrillo a un cantero cercano y junto con él, el pequeño momento de alegría a su lado. Un perro solitario, algo viejo, algo cansado, dormitaba delante de su entrada y, sin premeditarlo, de una intensa patada desplomó de su sueño al pobre animal, quien, sin gesto alguno, se acomodó en la entrada próxima. Observó descuidadamente las rasgaduras en la puerta, quizás recordando las tantas veces que, sin preocupación, había olvidado sus llaves y tumbado la puerta para poder entrar.
    Supongo que una vez adentro, esquivó los restos de basura y percibió el inevitable aroma de la suciedad en la casa. Recogió las sobras de un huevo revuelto que había comido unos días atrás y se desplomó sobre los restos de un sillón, descubriendo que no había nada más interesante en su vida que mirar aquel horrendo techo que lo encarcelaba del exterior.  
    Permaneció allí, con sueño, pero sin poder dormir, junto al regocijo de su estómago por el poco alimento podrido que se le otorgaba después de tanto tiempo y sobre sus hombros el descanso de unas escasas horas. Descubrió en su mente, al igual que tantas veces, el recuerdo de la golpiza a su mujer hacia dos meses atrás y el placer que había sentido al descubrir que, esta vez, ella se marchaba. Aún gozaba con la imagen del rostro hinchado y el cuerpo marcado arrastrándose hacia la puerta. Aún percibía la calma de su casa en su ausencia durante los primeros días.
    Su experiencia en su paso andante por la vida le había demostrado que nada valía tanto la pena, ni aún siquiera permtir la libertad de su imaginación, Es así, que cuando el sueño, entremezclado de aburrimiento, penetró un poco más en sus ideas, se levantó. Ya con dificultad, tomó una botella de un whisky barato y partió hacia la calle, sin rumbo, nuevamente.
    Su penoso andar cargaba sus solitarias aventuras, sus deseos frustrados. La amargura en su mirada, la lástima en sus manos.
    Algo mareado, descubrió el bar de la esquina. Ese a pocas cuadras de la plaza, con sus ventanas grandes de madera y sus mesas color verde. Casi el único en el barrio que atiende por la noche. De un manotazo violento abrió la puerta y se acomodó en una de las mesas.  Pidió un vino tinto mientras tiraba, intencionalmente, la bandeja del mozo al suelo y sin risa alguna, pero feliz, observaba al desdichado recoger los restos de los vasos hechos trizas. Se sintió indefenso de su propia voz al pedir la bebida; hacia días que no hablaba con nadie. El mesero desorientado percibió, en cambio, escondido en la firmeza de sus palabras, lo oscuro de un rencor por él desconocido. El bar estaba desierto y él se sentía a gusto de no tener que escuchar voces molestas atormentando su embriaguez.
    Sacó del bolsillo el atado de cigarrillos algo destrozados. Aproximó uno a su boca y casi automatizado estuvo por encenderlo, pensando en cuanto la gente se acostumbra tanto a las cosas que los hechos cotidianos se realizan sin intención y espontáneamente. Lo sostuvo entre sus dedos, lo miró, lo observó detalladamente, lo desmintió, lo desnudó. Percibió, como si fuera la primera vez, su aroma. Sintió el tabaco desparramarse en su palma e intentó encontrar en su conciencia que yacía en el alcohol, que de todo ese montón de sustancia en su mano le gustaba aún más. Y sin mucha espera sacó otro de la cajetilla, esta vez para encenderlo intentando un goce de luz a su propia alma.  Dio una larga y seca pitada y disfrutó la nicotina en su interior. Volvió a observar el cigarrillo, esta vez encendido. Permaneció sumergido en ese encuentro silencioso hasta ser consumido por el tiempo.  
   
    De pronto se sintió liviano, frágil, distinto, pero tan igual a otros, a decir verdad, tan idéntico a lo que él era. La oscuridad impedía su razonamiento. Se sentía apretujado, otra vez encarcelado. No comprendía realmente los sucesos, creía que era a causa de su borrachera, o quizás un insólito viaje producto de haberse fumado sus sueños. Quizás por fin estaba muerto. Quizás era sólo otra desfachatez de su mente, jugando trampas nuevamente con él. Una luz proyectó la realidad. Alguien lo tomó por su cabeza y descubrió bajo sus pies un gran paquete de puchos. Sintió como si lo besaran, como un escarbadientes que dormita en una boca ajena.
    El mesero prendió entonces el cigarrillo que había descubierto en el atado olvidado en la mesa, la mejor propina para aquel hombre cansado. Sin importarle realmente ese antipático último cliente, quien se había fugado sin pagar y sin el siquiera notar su ausencia, caminó hacia la puerta con el cigarrillo en mano, contemplándolo, como platicando con él. Como si esa máquina de humo arañara la felicidad de introducirse en su cuerpo, quizás matarlo un poco bajo la lluvia que comenzaba a sucederse en el cielo de la ciudad. Escuchó, entre el goteo del agua, la tos del mesero y chispó inocentemente de alegría, encendiéndose y traicioneramente quemando su propio papel. Agradeció la oportunidad de volver a lastimar a un desdichado más de la sociedad, sabiendo que él mismo era uno de esos tantos y que, a pesar de sus cambios, su soledad seguía acorralada al igual que sus pensamientos ensombrecidos y su vida indiferente.
    Se fue desvaneciendo por entre los sueños de un trabajador como nosotros, en un simple bar como cualquiera, en una vacía ciudad como tantas. Se fue consumiendo su impotencia, su guerra con la eternidad, arrojado a las aguas de una acequia ya inundada, sepultado en la oscuridad de su propia vida.

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